Ingrid Escamilla tenía 25 años cuando fue asesinada y descuartizada por su pareja, quien le arrancó los órganos para luego deshacerse de todos los restos. Las imágenes de su cuerpo desnudo y mutilado fueron filtradas por las autoridades que investigaban el caso. Su cadáver fue expuesto en medios de comunicación y no faltaron los comentarios que la culpaban. En México, a una mujer ni muerta la respetan.
Menos de una semana después, el 15 de febrero, Fátima, de 7 años de edad, fue hallada muerta. Desapareció a la salida de la escuela. No pudieron culparla por dónde estaba ni por cómo vestía, así que los medios de comunicación y las autoridades responsabilizaron a la madre por haber llegado tarde a la escuela.
Las muertes de Ingrid y Fátima indignan. Mujeres han salido de nuevo a las calles a protestar, a pintar paredes, a hacer ruido, pero al gobierno, como a cientos de hombres, les incomoda la forma en la que las feministas protestan. Prefieren el silencio que deja una muerta al alboroto que forman las que aún están vivas, porque éstas cuestionan, porque éstas retan al estado, porque éstas, las todavía vivas no quieren seguir prolongando el privilegio que hay en ser varón.
El feminicidio es el acto más extremo de la violencia contra la mujer, una violencia que es histórica y sistémica, una violencia que es reproducida por el patriarcado. En los feminicidios de Ingrid y Fátima, como el de cientos de mujeres, hay claros asesinos y violadores: los autores materiales y el sistema machista y misógino, porque México es feminicida.
Foto: CIMACFoto / Angélica Jocelyn Soto Espinosa