La pederastia se alimenta del miedo, del silencio, de desacreditar a niños y niñas que se atreven a hablar, de la desinformación, del desconocimiento de la ley, de los modelos sociales y culturales fallidos y de la violencia sistémica. El abuso sexual infantil se ejerce y se prolonga con facilidad porque la mayoría de los agresores forman parte del seno familiar o del círculo más cercano, personas que son tutores, maestros, sacerdotes, abuelos, vecinos…
En México, la pederastia es un delito considerado como grave por la legislación penal federal. El castigo por cometerlo es de entre 9 y 18 años de prisión, con la intención de brindar protección particular a los menores agredidos por personas que los tienen bajo su cuidado, en aquellos casos en que se afecte su normal desarrollo físico, psicoemocional y psicosexual.
De acuerdo con la OCDE, cada año, al menos 4.5 millones y medio de menores de edad son víctimas de abuso sexual. Duele saber que las agresiones de índole sexual en niños, niñas y adolescentes, lejos de disminuir, tuvieron un incremento del 56% en tan solo tres años, según datos del INEGI. También es lamentable que de cada mil casos, únicamente se denuncian 100, de los cuales solo 10 van a juicio y, de esos 10 solo en uno se condena al agresor.
Los daños y consecuencias de la pederastia y el abuso sexual infantil son incalculables, tanto a nivel social como individual, pues dejan huellas imborrables en la mente y el corazón de sus víctimas.
Sin embargo, creo con firmeza que podríamos revertir el problema, si logramos entender que denunciar es sumamente importante, en la inteligencia de que las leyes y sanciones penales protegen a las víctimas de estos delitos, con un estricto derecho a la privacidad e intimidad.
También podemos cambiarlo si escuchamos a niños, niñas y adolescentes, sin desacreditarlos o anularlos por su condición de infantes, atentos y dispuestos a admitir que, por mas que duela, en ocasiones quienes más deberían proteger, lastiman.
© D.R. Mariana Gallegos, 2019.